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Emma sólo lleva una semana en la Lunar Scientific Comunity.
Todavía recuerda las emociones del viaje, la belleza del cielo estrellado, de la Tierra
girando silenciosa bajo sus pies, del leve incidente repostando en la
Lagrange Service Station (las naves más ligeras deben repostar sus tanques de
oxígeno e hidrógeno líquidos en esa estación de servicio, situada
en el punto de Lagrange entre la Tierra y la Luna. Ese punto de Lagrange no es fijo,
debido a la excentricidad de la órbita lunar, pero la computadora de a bordo se encarga
de mantenerla siempre en el citado punto de equilibrio)...
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Junto a sus
compañeros debe investigar el ciclo genético de las plantas cultivadas
en suelo lunar, alimentadas con abonos derivados de los desechos orgánicos de la propia colonia,
regadas con agua obtenida allí, e iluminadas mediante unas pantallas de luz artificial. Verlas
crecer en un ecosistema a priori tan hostil le está llenando de satisfacción. Nutrientes,
vitaminas, hidratos de carbono, minerales... el objetivo es cerrar un ciclo, sembrar semillas obtenidas de
esas plantas y comprobar que sus hijas no sufren alteraciones genéticas
importantes. Habrá que estudiar sin embargo todas las mutaciones, por pequeñas que sean, para
descartar las hipótesis negativas. Ello abriría el
camino de la agricultura lunar, y también haría soñar a los
biólogos con la idea de simular a media escala un ecosistema terrestre en la Luna.
La fábrica de oxígeno idónea.
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